domingo, 13 de julio de 2014

Cuando eramos alemanes.

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

¿Te acuerdas de Brasil 2014?. Que había un gran descontento social entre los brasileños por la corrupción derivada del negocio FIFA-Gobierno. Dinero despilfarrado en estadios y hoteles mientras las favelas se hacían cada vez más pobres. Los aficionados más futboleros del mundo renegaban de su religión y se volvieron ateos impulsados por la realidad. Al final de la Copa, el balón siempre era un interés secundario mientras no se garantizase la educación, la salud y el justo reparto económico entre todos los brasileños.

¿Te olvidas de cómo le fue a México?. De cómo avanzó a ese mundial a tientas, gracias al auxilio de ese perpetuo lazarillo que son los Estados Unidos. De su técnico, un regalo para los publicistas que celebraba goles como gallina asfixiada. O que tal su portero, un pinball que jugaba en un equipo miserable de una isla francesa. Recuerdo que un buen día le dio por imitar a Gordon Banks y todos los mexicanos ya pensaban en Guillermo Ochoa como monumento histórico, método anticonceptivo y presidente de la nación. Luego llegó Croacia. Los europeos que visten como tablero de damas chinas pretendieron recrear la Guerra de los Balcanes con declaraciones incendiarias, pero al final les partieron la Modric con tres golpes ensordecedores como el “puto” de las tribunas. Ya en octavos de final, lo de siempre. El gol de Giovani Dos Santos reiteró el recato y la introversión de un equipo que teme ambicionar los grandes desafíos, como si fuese un extraño o un inútil ante ellos. Holanda le dio la vuelta con un clavado de Robben que los mexicanos tomaron como una afrenta de Masiosare, el extraño enemigo que algunos despistados identifican con nombre propio. “No era penal” fue la frase que justificó la desgracia nacional, eficaz analgésico para aliviar las fracturas y los raspones de las caídas, del tipo “así lo quiso Dios”, “todos son igual de corruptos” o “me dueles México”.

¿Pero sabes de cuál selección yo me acuerdo más?. De Alemania. De esa maquinaria estilizada cuyos tanques, además de portentos físicos, sabían jugar al futbol. Acorde con su legado de grandes matemáticos, los alemanes construían sus pases con precisión geométrica y destruían defensivas como si resolvieran teoremas. Ingenieros de la velocidad, los coches alemanes estallaban el marcador de velocidad con contragolpes que desalentaban la persecución de sus rivales, diligencias jaladas por caballos. Los germanos son como esos estudiantes “mataditos” que siempre son los últimos que se retiran de la biblioteca para irse a casa, que hacen muecas raras si sacan un nueve en la boleta, como si viesen una mancha de mugre en la camiseta. Siempre constantes, así lograron ganarle la copa del mundo a Argentina con un gol de Mario Götze en los tiempos extras.

¿Te acuerdas de aquella final?. Un partido tan disputado que dejó exhaustos a los propios espectadores. Para serte sincero, Argentina no mereció perder. Jugaron su mejor partido en el día más importante y desequilibraron el estereotipo muy alemán de la frialdad durante gran parte del tiempo. Muchas hablaban de la magia de Messi o la contundencia de Higuaín pero lo que a mí me impresionó de los sudamericanos fue su clase media, esos trabajadores diligentes que desatascan fosas sépticas con sus propias manos, albañiles manchados de cemento y tierra que construyen las casas en las que se resguardan los arquitectos e ingenieros.  Me acuerdo de Mascherano, que tenía el culo roto de tanto barrerse por los balones. También de Pablo Zabaleta, ese lateral que parecía tener tres pulmones porque nunca se cansaba. Antes del Mundial, los argentinos estaban aterrados por los altos índices de inseguridad cuyo cuerpo de policía parecía incapaz de reducir. En Brasil, los aficionados albicelestes se sintieron resguardados en una tierra particularmente hostil. Mérito de Alejandro Sabella, ese técnico al borde de un ataque de nervios que asimiló las bases de la filosofía bilardista; trincheras bien guarnecidas, ataques de artillería inmediatos y estudio obsesivo de la estrategia de los rivales, pero sin bidones contaminados. 

¿Qué habría pasado si Higuaín mete aquel gol que le regaló Kroos en el primer tiempo?. Los hubieras son las pajas mentales del presente. Recuerdo que Gonzalo Higuaín se asustó de su propia soledad y se desamparó al quebrar la pelota a un costado de la portería de Neuer. El Pipita, delantero puntual la mayoría del tiempo, no escucha el despertador de las juntas de trabajo importantes. Como con el Real Madrid contra el Lyon en Champions League o con el Nápoli contra el Borussia Dortmund también en el máximo torneo de clubes europeo. Minutos después se ajustó el traje de bombero para salvar un incendio, pero la llamada era de broma. Higuaín se desahogó en la celebración de su gol pero el árbitro marcó fuera de lugar. Casi al final del primer tiempo, Höwedes puso un balón en el poste. Tal vez Alemania se hubiese ahorrado los tiempos extras, pero los campeonatos del mundo demandan sufrimientos maratónicos.

¿Qué habría sucedido si Lionel Messi mete la que tuvo en el segundo tiempo?. Una pelota que cruzó con suspenso, como película de Hitchock, con un toque de coquetería hollywodense a lo Marilyn Monroe. Si por algún motivo me atraía ver a Argentina ganar la Copa, era por Messi. La FIFA diseñó el script de la Copa del Mundo para que el jugador del Barcelona pudiera rellenar con diálogos, escenas de acción y giros dramáticos la superproducción cinematográfica del Mundial. Pero el guionista no andaba muy inspirado. Algunas metáforas bien pensados, algunos personajes psicológicamente delineados, pero uno de los mejores jugadores de la historia del futbol no terminó por contar una historia excitante. Al final, con el uno a cero en contra, en el último minuto, Messi tuvo un tiro libre. La película deportiva donde los buenos siempre ganan cuando el cronómetro se queda sin tiempo se reeditaba otra vez. Pero Leo mandó la pelota a las tribunas de un aliviado Maracaná. Sus flores de jardín no fueron pisoteadas.

Y en los tiempos extras llegó el gol de Mario Götze, ¿te acuerdas cómo fue el gol?. Una jugada que inicia Andre Schürrle y el jugador del Bayern Munich completa bajándola de pecho y rematando de primera intención. Una carrera de cien metros definida por décimas de segundo, un foto-finish que acabó con la resistencia de una Argentina ya abonada a los penales y que gastó el último tanque de combustible en una oportunidad que Rodrigo Palacio desperdició cuando tenía de frente al gigantón Neuer y la portería detrás de él.  Terminó la final y Alemania ganó su cuarta Copa del Mundo, premio merecido a un proyecto de trabajo con diez años de respaldo, armada con inteligencia, testarudez y paciencia.

¿De cuales otros acontecimientos tienes memoria de Brasil 2014?. Pienso en Brasil, esa selección impostora cuyas mentiras fueron desenmascaradas por aquellos siete goles alemanes. En una afición brasileña traumatizada que evitará organizar mundiales como una forma de superstición. En Costa Rica, ese pato feo que se convirtió en cisne. En ese rejunte de esfuerzos individuales llamado Bélgica, dama consentida de muchos periodistas cuya juventud casi adolescente necesita tiempo de madurez. También recuerdo la vejez de España, equipo apoltronado en el recuerdo y en la adoración de reliquias monárquicas indispuestas a abdicar. Los evangélicos milenaristas siguieron esperando a Inglaterra, promesa de redención que nunca se digna a presentarse.  Los equipos africanos (excepto Argelia) mantuvieron su intrascendencia, con grupos de futbolistas europeizados con desatenciones y vicios colonialistas. Y de Brasil 2014 me quedó clara una cosa más. No era penal. 

miércoles, 9 de julio de 2014

Argentina gana al miedo

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

En ocasiones, los penales son la comprobación empírica de las especulaciones de Andy Warhol, porque convierten a porteros anónimos en hombres de fama. Sergio Romero, un lacayo que se moría de aburrimiento en la corte principesca de Mónaco, regresó sin fortuna a la patria donde lo veían como un advenedizo. Portero tan callado que sus defensas no le reconocen el tono de voz, es de esos valerosos que en un terremoto prefiere resguardarse debajo del travesaño, con el riesgo de que le caiga el metal en la cabeza.   Con semejantes recomendaciones, el currículum de Romero fue despedazado por los ejecutivos argentinos: “No sirve”, “es un capricho de Sabella”, “Willy Caballero es mejor”, “fue suplente en Francia”. Pero los penales no sólo crean celebridades, componen mitos populares. En un país exaltado como Argentina, Romero es ahora el padrino de todas las bodas, el hijo que todo padre pone de ejemplo. Dos penales atajados a Ron Vlaar y Wesley Sneijder elevan al noble frustrado a la categoría de rey, el que trajo la fortuna de una final de Copa del Mundo a Argentina luego de 24 años de pobreza.

Argentina jugará contra Alemania luego de una semifinal contra Holanda que más valdría olvidar. El miedo al error provoca dos situaciones, que te equivoques aunque no quieras, o que ni siquiera se emprenda el proyecto para evitar el tropiezo. Argentinos y holandeses no se molestaron en ejecutar planes de acción, y tanta parálisis sumergió en la flojera a los aficionados. Equipos tacaños, esotéricos adictos a especulaciones paranormales, cerraron puertas con cadenas y candados para que ni un leve chasquido de viento se inmiscuyera en sus porterías. Alejandro Sabella y Louis Van Gaal, meteorólogos del tanteo, vieron nubes en el cielo y pronosticaron huracanes. Las calles quedaron desiertas y los damnificados se resguardaron para esperar la ayuda de un error defensivo o de los penales. El primer tiempo fue un bullet-time, el balón trotaba desganado en el pasto ante pases demasiado ensayados, Argentina intentó explotar la banda derecha vigilada por el nervioso policía Bruno Martins Indi, pero Ron Vlaar y Stefan de Vrij hacían detenciones rápidas. Los ministerios de censura podrían recortar estos 45 minutos de la sala de edición por mera decencia, pero el contenido es tan mediocre que la mutilación no nos ahorraría algo peligroso o subversivo.

Aunque Van Gaal intentó animar a su equipo ingresando a Darryl Janmaat y Jordy Clasie, el segundo tiempo fue una fotocopia del primero. Las zonas defensivas parecían la reunión de una masa fanática en un concierto pop, repleto de gritos de los defensores y sin espacios para alimentar con aire puro a los pulmones. Aunque Enzo Pérez realizó un buen papel actoral como Ángel Di María, la tormenta argentina no terminaba de desbordar la presa, especialidad de ingeniería hidráulica propia de Holanda, país que vive debajo de mar como Bob Esponja. Sabella intentó desinhibir la frigidez holandesa metiendo a Agüero y Palacio, pero el partido estaba hecho para los persignados. Ya al final, en el 90’, Arjen Robben pudo darle la Final a Holanda, pero Javier Mascherano se embarró de lodo con una barrida impregnada de limpieza. El calvo del Bayern Munich encontró un nuevo Casillas.

Los tiempos extra aumentaron los nervios y con ello, las imprecisiones de unas piernas demasiado ocupadas en correr. Van Gaal se guardó el comodín Tim Krul y apostó el resto de sus fichas en Klaas-Jan Huntelaar, el paracaidista que atacó desde el aire a México en Octavos de Final. El regateador holandés quiso cerrar el negocio antes de que los precios de la bolsa subieran, pero Argentina no es un equipo muy amigable con el cliente. Emociones pocas, algún tiro lejano, un desborde de Lionel Messi en la única pelota a modo que recibió y conversaciones timoratas en forma de pases atrasados en zona defensiva, ante el hastío de un público sordo que necesita escuchar a gritos. Agricultores de tierras en sequía, los veintidós jugadores esperaron la lluvia para que sus semillas brotaran. Así llegaron los penales, compensación de un show desabrido donde los teloneros ahondaron la nostalgia por el grupo estelar, película romántica soporífera que se visiona entera obligatoriamente, para esperar el beso final de los enamorados. Sergio Romero rememoró a Sergio Goycochea y Carlos Roa, los argentinos metieron sus cuatro penales y los holandeses alargan su inmerecida reputación de perdedores habituales.

24 años después, Argentina regresa a una final de Copa del Mundo contra Alemania, el mismo país que los hizo llorar en Italia, la misma nación que fue testigo de lujo de la magia de Maradona en México 1986, último mundial que ganó la albiceleste.  La final del desempate se deslumbra ante la reedición del Übermensch nietzscheano, voluntad de poder que acabó con el decadente Brasil a base de goles. Pero sería un grave error descartar a los argentinos. Huevos les sobran. Y sus hinchas cantarán hasta que se queden sin garganta. Además está en juego la consagración de Lionel Messi en el museo del futbol mundial. Y el placer villano de sentenciar el maltrecho orgullo brasileño, como Alejandro Magno con los persas o los británicos con Napoleón en Waterloo. El Maracaná, estadio susceptible al estrés, se marea.

martes, 8 de julio de 2014

Un Blitzkrieg destroza Brasil

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Brasil recrudeció sus traumas con una borrachera de siete goles. El pueblo brasileño, resentido por el Maracanazo de 1950, encuentra nuevos chivos expiatorios en una Selección amnésica de historia y destrozadora de reputaciones. Luiz Felipe Scolari pretendió jugar el Mundial como un bravucón de colegio, con empujones y puños apretados, pero el bombardeo alemán humilló su fama de malo. La memoria, arqueóloga del tiempo, alojará el 7-1 como patrimonio mundial, reliquia frente a la cual seguiremos frotándonos los ojos de estupefacción y asombro. Mientras, Brasil tendrá que recurrir a los pañuelos y a los historiadores. Los primeros deberán mitigar las lágrimas de una afición ultrajada. Los segundos deberán recordarle a Brasil su pasado para evitar los bochornos del presente.

Tierra de inventores hechiceros, de artistas de la favela, de poetas que escriben sus primeros versos en las playas firmando con plumas de trapo, Brasil perdió esa aura y ahora tiene jugadores sin inspiración, más aptos para guardar silencio en las conversaciones que para detonarlas. Luiz Gustavos , Freds y Jos, esos talacheros que se venden como grandes ingenieros, deprimen el recuerdo de los Sócrates, Rivaldos y Ronaldos. En el partido, a Brasil le dolió tener el balón en los pies, como si la pelota tuviese espinas. Durante toda la Copa del Mundo, el automóvil brasileño se condujo como un Nascar, ganando carreras mediante choques, bufidos motorizados y volantazos. Envalentonado por sus victorias aparatosas, el corredor Scolari siguió confiando en su manejo hiperactivo, pero un Monster Truck alemán lo aplastó. La escuela de manejo brasileña, históricamente acostumbrada a triunfos de ingeniería tipo Fórmula 1, lanzará los restos del carro “canarinho” versión 2014 a la chatarra.  A Scolari sólo le quedará la factura del traumatólogo.

La motivación local, agitada por la bandera y el apoyo del público, duró diez minutos. Thomas Müller encontró el primer gol luego de un tiro de esquina, una estufa encendida que los brasileños se olvidaron de atender. La comida se le quemó a la defensa y su mejor chef, Thiago Silva, no estaba en la cocina para ordenar las tareas de un desquiciado séquito de ayudantes. Alemania, un ejército que combina la disciplina prusiana y la rapidez de las unidades nazis, siguió fatigando la menguada moral del anfitrión y en base a pases rápidos y contrataques, aplicaron el ataque relámpago que invadió el Mineirao en seis minutos. Cuatro goles como cuatro cañones de panzer.

Miroslav Klose marcó el segundo gol para superar a Ronaldo como máximo goleador de la historia de los Mundiales (16 tantos lleva el alemán) y agregar más historia a un partido nacido póstumo. Toni Kroos concluyó una sinfonía de cinco toques en el área brasileña para el tercero y materializó un robo  de balón a Fernandinho para el cuarto. La manita llegó con Sami Khedira, tras otro zumbido de pases que dejo a Brasil sordo. La “canarinha” se agazapó en un rincón para esconderse de los golpes, ya era necesario un juez de boxeo para detener la pelea. La primera mitad terminó con un Brasil insolvente en subasta contra una Alemania hinchada de salchichones y cerveza. El segundo tiempo solo sirvió para alargar los pocos signos vitales del moribundo Brasil, aferrado al respirador artificial y a un milagro que evitase la eutanasia. Los alemanes no bajaron la intensidad y abrumaron los nervios de una defensa que solo podía morderse las uñas. Andre Schürrle entró a la fiesta para comer una buena tajada del pastel con el sexto y séptimo gol del encuentro. Óscar marcó el tanto de la honra cuando el estadio Mineirao tenía más butacas que gente. Todavía Özil se comió el octavo en un contrataque, pero perdonó como si hubiese visto banderas blancas en el arco de Julio César.


Los alemanes, con años de andar en el mismo sendero, armaron su caminata de garantías y salvoconductos que los presentan como aptos para ser campeones del mundo. Una generación de futbolistas eclipsada por España durante seis años, ahora tienen la oportunidad de ganar su cuarta copa del Mundo tras tocar la puerta de la novia con música y cohetes. Özil, Lahm, Kroos, Müller, y otros apellidos ilustres, intentarán consagrarse en el archivo histórico del futbol alemán, junto a los Beckenbauer, Maier, Walter o Matthaus. Pero siempre se recordarán a estos emuladores de Goethe y Schiller como los románticos que enamoraron la memoria del futbol y ayudaron a escribir una obra maestra inédita (y seductora) de los Mundiales. Por otra parte, el suplicio brasileño tardará tiempo en sanar. La afición debería olvidar rápidamente el dolor y evitar ser devorados por el resentimiento, ese que condenó a Moacyr Barbosa, el arquero del Maracanazo, al ostracismo social. Un resentimiento que combinado con el miedo, dejó en el inconsciente un caldo de cultivo para una nueva tragedia en un país que decidió obsesionarse en el recuerdo de 1950 y ahora acumulan una doble fobia. La rabia de la derrota se añade a la organización dispendiosa y corrupta de una Copa que acentúa las desigualdades sociales en un país repleto de extremos. Pero tal vez esto sea lo mejor. Si Brasil hubiese ganado el Mundial, era un autoengaño. Como la Selección que pretende caminar con zapatos europeos y se notan torpes con ellos. Como la economía emergente que disimula con maquillaje sus ojeras e imperfecciones. 

lunes, 28 de abril de 2014

Chivas, el fracaso que no cesa

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

La derrota más reciente ante Monterrey elimina a Chivas de la Liguilla, casa de huéspedes donde ni se le espera y se le olvida. Al cuadro rojiblanco se le alinearon los astros, pero el creyente de la astrología no leyó su horóscopo y decidió quedarse en casa. El gol de Efraín Juárez confirmó el crepúsculo deformado de un equipo que parece homenajear a Frankenstein, armado con piezas desvalijadas de un cementerio.  Sin un sistema inmunológico que responda a las bacterias carroñeras, o células que permitan emular el funcionamiento de un cuerpo libre de peste, el Guadalajara se abandona al ambiente luctuoso del panteón llamado descenso. La próxima temporada, Chivas solo estará arriba de Puebla y el equipo que ascienda, en ese invento de contadores llamado porcentaje. El optimismo de ludopatía de casino del dueño del equipo lo ha llevado a apostar su propio cuerpo para salvar a su propiedad de la deshonra del descenso. Lo mejor sería que se pusiera a trabajar para evitar la quiebra, dejar de jugar al linchamiento del mártir, y recordar que en Argentina se juraba que un equipo de rojo y blanco no podría descender. Era demasiado limpio para corromperse con los esqueletos de las tumbas, decían. Su nombre era River Plate, y al final se comprobó que era mortal.

El popular imaginario zombie encontraría un buen argumento narrativo en la vida de Chivas. Repasemos los raquíticos resultados del popular equipo tapatío. Desde el Clausura 2012, el primer torneo del año, hasta el recién concluido Clausura 2014, Chivas ha ganado veinte partidos, empatado 27 y perdido 38. En ninguno de los más recientes cinco torneos ha superado los diecisiete goles por temporada (promedios menores a un gol por partido). Ocho técnicos han pasado por el equipo sin generar resultados positivos (más allá de John Van’t Schip que clasifica a la Liguilla del Apertura 2012 como el perro que pasa la cerca dejando pelos en los alambrados, o los recientes cuatro compromisos de Ricardo La Volpe). La grandeza del Guadalajara, cobijada por los trofeos de una generación dorada que se marchita por el paso inapelable del tiempo y por la popularidad que aún conserva, pese a que los asientos vacíos del Estado Omnilife puedan indicar otra cosa, se reduce en últimas fechas a la añoranza ritual del pasado y a las lamentaciones de la caricatura mal dibujada del presente.  El equipo jalisciense se refugia en el asilo de la apatía, mirando por la ventana, acumulando senectud mientras otros se hacen jóvenes de entusiasmo.

Es claro que los jugadores no logran demostrar su capacidad en la cancha. Los refuerzos se debilitan en la rutina decaída del equipo, unos canteranos son arrancados del árbol demasiado verdes y otros vuelan por las nubes sin siquiera saber caminar. Los llamados símbolos del equipo, hombres de experiencia porque habitan años la casa, se olvidan de barrerla y se enojan si les pones a hacer la comida. Otros más prefieren ser niños de pechos o entrenar su lengua para catar vinos por galones. Pero la mayor parte de las culpas del empobrecido estatus del Guadalajara se debería achacar a Jorge Vergara y su primera dama, Angélica Fuentes.

Cuesta creer que un dueño cuyo éxito de su empresa se sostiene de la abolición de las jerarquías verticales (la cadena multinivel), tome decisiones tan personalistas que solo se pueden entender desde el capricho o los humores del cuerpo. Es un símil de Jesús Gil y Gil, finado presidente del Atlético de Madrid que consumía entrenadores como si fueran cervezas. Solo desde el punto de vista dipsómano se entendería el carrusel de directores técnicos que han dirigido a Chivas en la Era Vergara iniciada en 2002, tan amplio que no cabrían en un camión de redilas. O los presidentes manejados como títeres por las torpes manos del ventrílocuo y terminan arrumbados como trapos viejos en algún rincón de las oficinas de Vergara, con los ojos descocidos y la tela roída.  Los defensores de la gestión del empresario señalan su confianza en las Fuerzas Básicas (lo que tendría que ser una obligación en un club que utiliza puros mexicanos y ya se venía haciendo desde la gestión anterior de Francisco Cárdenas) o las exportaciones de producto rojiblanco a tierras holandesas e inglesas (como si Chicharito y Carlos Salcido fuesen ideas patentadas por el cerebro financiero de Vergara y no futbolistas profesionales talentosos). Pero, y solo es mi opinión, Vergara tiene las piernas repletas de contusiones por tantos tropiezos derivados de su andar apresurado, patizambo y sin fijar la vista enfrente. Bajo un lazarillo tan impaciente y excitado, no sorprende que el invidente rojiblanco se estampe de bruces en la calle.

Habría que tener un mínimo de escepticismo y crítica antes que negarle a los ojos el don de la vista mediante arengas que silencien la realidad y alboroten la pasión.  Tal vez por esto, no me gusta la cultura del aguante que ciertos medios de comunicación y aficionados defienden. Me recuerda a la venerable tradición mexicana de dejarse golpear por el marido o tomarse a sorbos la sopa fría con huevos de mosca que sirven los restaurantes negligentes. El público está para apoyar, no para criticar, ya que si lo haces eres un mal aficionado, te repiten en estribillo. Lo mismo hacen los políticos para que apoyes sus reformas, aunque estas puedan perjudicar, como las cláusulas de censura a Internet de la reforma de Telecomunicaciones. Porque si no la apoyas, eres un mal mexicano. Las butacas vacías del Omnilife existen porque no hay un equipo que los motive al derroche monetario que vale la pena despilfarrar por un entretenimiento decente. ¿Cómo se puede uno divertir con un equipo trágico que sólo invita al melodrama?. Además, ¿Quién va a ir al Estadio Omnilife con espectáculos tan pobres?, para eso hay actividades menos soporíferas, como ver llover, contar coches que pasan por la calle o atestiguar la lenta agonía de una pintura que nació fresca y terminará seca en el camposanto de concreto de una pared. Chivas deberá comportarse como un novio verdaderamente arrepentido, reaprender la seducción y la cursilería para volver a enamorar a la mujer harta de ver al equipo en zona de descenso, que pierde el doble de partidos de los que gana, y con un dueño cuya estabilidad emocional es más irregular que la especulación en Wall Street.