Por Carlos Andrés Gallegos Valdez
En ocasiones, los penales son la comprobación empírica de
las especulaciones de Andy Warhol, porque convierten a porteros anónimos en
hombres de fama. Sergio Romero, un lacayo que se moría de aburrimiento en la
corte principesca de Mónaco, regresó sin fortuna a la patria donde lo veían
como un advenedizo. Portero tan callado que sus defensas no le reconocen el
tono de voz, es de esos valerosos que en un terremoto prefiere resguardarse
debajo del travesaño, con el riesgo de que le caiga el metal en la cabeza. Con semejantes recomendaciones, el
currículum de Romero fue despedazado por los ejecutivos argentinos: “No sirve”,
“es un capricho de Sabella”, “Willy Caballero es mejor”, “fue suplente en
Francia”. Pero los penales no sólo crean celebridades, componen mitos
populares. En un país exaltado como Argentina, Romero es ahora el padrino de
todas las bodas, el hijo que todo padre pone de ejemplo. Dos penales atajados a
Ron Vlaar y Wesley Sneijder elevan al noble frustrado a la categoría de rey, el
que trajo la fortuna de una final de Copa del Mundo a Argentina luego de 24
años de pobreza.
Argentina jugará contra Alemania luego de una semifinal
contra Holanda que más valdría olvidar. El miedo al error provoca dos
situaciones, que te equivoques aunque no quieras, o que ni siquiera se emprenda
el proyecto para evitar el tropiezo. Argentinos y holandeses no se molestaron
en ejecutar planes de acción, y tanta parálisis sumergió en la flojera a los
aficionados. Equipos tacaños, esotéricos adictos a especulaciones paranormales,
cerraron puertas con cadenas y candados para que ni un leve chasquido de viento
se inmiscuyera en sus porterías. Alejandro Sabella y Louis Van Gaal,
meteorólogos del tanteo, vieron nubes en el cielo y pronosticaron huracanes.
Las calles quedaron desiertas y los damnificados se resguardaron para esperar
la ayuda de un error defensivo o de los penales. El primer tiempo fue un
bullet-time, el balón trotaba desganado en el pasto ante pases demasiado
ensayados, Argentina intentó explotar la banda derecha vigilada por el nervioso
policía Bruno Martins Indi, pero Ron Vlaar y Stefan de Vrij hacían detenciones
rápidas. Los ministerios de censura podrían recortar estos 45 minutos de la
sala de edición por mera decencia, pero el contenido es tan mediocre que la mutilación no nos ahorraría algo peligroso o subversivo.
Aunque Van Gaal intentó animar a su equipo ingresando a
Darryl Janmaat y Jordy Clasie, el segundo tiempo fue una fotocopia del primero.
Las zonas defensivas parecían la reunión de una masa fanática en un concierto
pop, repleto de gritos de los defensores y sin espacios para alimentar con aire
puro a los pulmones. Aunque Enzo Pérez realizó un buen papel actoral
como Ángel Di María, la tormenta argentina no terminaba de desbordar la presa,
especialidad de ingeniería hidráulica propia de Holanda, país que vive debajo
de mar como Bob Esponja. Sabella intentó desinhibir la frigidez holandesa
metiendo a Agüero y Palacio, pero el partido estaba hecho para los persignados.
Ya al final, en el 90’, Arjen Robben pudo darle la Final a Holanda, pero Javier
Mascherano se embarró de lodo con una barrida impregnada de limpieza. El calvo
del Bayern Munich encontró un nuevo Casillas.
Los tiempos extra
aumentaron los nervios y con ello, las imprecisiones de unas piernas demasiado
ocupadas en correr. Van Gaal se guardó el comodín Tim Krul y apostó el resto de
sus fichas en Klaas-Jan Huntelaar, el paracaidista que atacó desde el aire a
México en Octavos de Final. El regateador holandés quiso cerrar el negocio
antes de que los precios de la bolsa subieran, pero Argentina no es un equipo
muy amigable con el cliente. Emociones pocas, algún tiro lejano, un desborde de
Lionel Messi en la única pelota a modo que recibió y conversaciones timoratas
en forma de pases atrasados en zona defensiva, ante el hastío de un público
sordo que necesita escuchar a gritos. Agricultores de tierras en sequía, los veintidós
jugadores esperaron la lluvia para que sus semillas brotaran. Así llegaron los
penales, compensación de un show desabrido donde los teloneros ahondaron la
nostalgia por el grupo estelar, película romántica soporífera que se visiona entera
obligatoriamente, para esperar el beso final de los enamorados. Sergio Romero
rememoró a Sergio Goycochea y Carlos Roa, los argentinos metieron sus cuatro
penales y los holandeses alargan su inmerecida reputación de perdedores habituales.
24 años después, Argentina regresa a una final de Copa del
Mundo contra Alemania, el mismo país que los hizo llorar en Italia, la misma
nación que fue testigo de lujo de la magia de Maradona en México 1986, último
mundial que ganó la albiceleste. La
final del desempate se deslumbra ante la reedición del Übermensch nietzscheano,
voluntad de poder que acabó con el decadente Brasil a base de goles. Pero sería
un grave error descartar a los argentinos. Huevos les sobran. Y sus hinchas
cantarán hasta que se queden sin garganta. Además está en juego la consagración
de Lionel Messi en el museo del futbol mundial. Y el placer villano de sentenciar
el maltrecho orgullo brasileño, como Alejandro Magno con los persas o los
británicos con Napoleón en Waterloo. El Maracaná, estadio susceptible al
estrés, se marea.
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