martes, 8 de julio de 2014

Un Blitzkrieg destroza Brasil

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Brasil recrudeció sus traumas con una borrachera de siete goles. El pueblo brasileño, resentido por el Maracanazo de 1950, encuentra nuevos chivos expiatorios en una Selección amnésica de historia y destrozadora de reputaciones. Luiz Felipe Scolari pretendió jugar el Mundial como un bravucón de colegio, con empujones y puños apretados, pero el bombardeo alemán humilló su fama de malo. La memoria, arqueóloga del tiempo, alojará el 7-1 como patrimonio mundial, reliquia frente a la cual seguiremos frotándonos los ojos de estupefacción y asombro. Mientras, Brasil tendrá que recurrir a los pañuelos y a los historiadores. Los primeros deberán mitigar las lágrimas de una afición ultrajada. Los segundos deberán recordarle a Brasil su pasado para evitar los bochornos del presente.

Tierra de inventores hechiceros, de artistas de la favela, de poetas que escriben sus primeros versos en las playas firmando con plumas de trapo, Brasil perdió esa aura y ahora tiene jugadores sin inspiración, más aptos para guardar silencio en las conversaciones que para detonarlas. Luiz Gustavos , Freds y Jos, esos talacheros que se venden como grandes ingenieros, deprimen el recuerdo de los Sócrates, Rivaldos y Ronaldos. En el partido, a Brasil le dolió tener el balón en los pies, como si la pelota tuviese espinas. Durante toda la Copa del Mundo, el automóvil brasileño se condujo como un Nascar, ganando carreras mediante choques, bufidos motorizados y volantazos. Envalentonado por sus victorias aparatosas, el corredor Scolari siguió confiando en su manejo hiperactivo, pero un Monster Truck alemán lo aplastó. La escuela de manejo brasileña, históricamente acostumbrada a triunfos de ingeniería tipo Fórmula 1, lanzará los restos del carro “canarinho” versión 2014 a la chatarra.  A Scolari sólo le quedará la factura del traumatólogo.

La motivación local, agitada por la bandera y el apoyo del público, duró diez minutos. Thomas Müller encontró el primer gol luego de un tiro de esquina, una estufa encendida que los brasileños se olvidaron de atender. La comida se le quemó a la defensa y su mejor chef, Thiago Silva, no estaba en la cocina para ordenar las tareas de un desquiciado séquito de ayudantes. Alemania, un ejército que combina la disciplina prusiana y la rapidez de las unidades nazis, siguió fatigando la menguada moral del anfitrión y en base a pases rápidos y contrataques, aplicaron el ataque relámpago que invadió el Mineirao en seis minutos. Cuatro goles como cuatro cañones de panzer.

Miroslav Klose marcó el segundo gol para superar a Ronaldo como máximo goleador de la historia de los Mundiales (16 tantos lleva el alemán) y agregar más historia a un partido nacido póstumo. Toni Kroos concluyó una sinfonía de cinco toques en el área brasileña para el tercero y materializó un robo  de balón a Fernandinho para el cuarto. La manita llegó con Sami Khedira, tras otro zumbido de pases que dejo a Brasil sordo. La “canarinha” se agazapó en un rincón para esconderse de los golpes, ya era necesario un juez de boxeo para detener la pelea. La primera mitad terminó con un Brasil insolvente en subasta contra una Alemania hinchada de salchichones y cerveza. El segundo tiempo solo sirvió para alargar los pocos signos vitales del moribundo Brasil, aferrado al respirador artificial y a un milagro que evitase la eutanasia. Los alemanes no bajaron la intensidad y abrumaron los nervios de una defensa que solo podía morderse las uñas. Andre Schürrle entró a la fiesta para comer una buena tajada del pastel con el sexto y séptimo gol del encuentro. Óscar marcó el tanto de la honra cuando el estadio Mineirao tenía más butacas que gente. Todavía Özil se comió el octavo en un contrataque, pero perdonó como si hubiese visto banderas blancas en el arco de Julio César.


Los alemanes, con años de andar en el mismo sendero, armaron su caminata de garantías y salvoconductos que los presentan como aptos para ser campeones del mundo. Una generación de futbolistas eclipsada por España durante seis años, ahora tienen la oportunidad de ganar su cuarta copa del Mundo tras tocar la puerta de la novia con música y cohetes. Özil, Lahm, Kroos, Müller, y otros apellidos ilustres, intentarán consagrarse en el archivo histórico del futbol alemán, junto a los Beckenbauer, Maier, Walter o Matthaus. Pero siempre se recordarán a estos emuladores de Goethe y Schiller como los románticos que enamoraron la memoria del futbol y ayudaron a escribir una obra maestra inédita (y seductora) de los Mundiales. Por otra parte, el suplicio brasileño tardará tiempo en sanar. La afición debería olvidar rápidamente el dolor y evitar ser devorados por el resentimiento, ese que condenó a Moacyr Barbosa, el arquero del Maracanazo, al ostracismo social. Un resentimiento que combinado con el miedo, dejó en el inconsciente un caldo de cultivo para una nueva tragedia en un país que decidió obsesionarse en el recuerdo de 1950 y ahora acumulan una doble fobia. La rabia de la derrota se añade a la organización dispendiosa y corrupta de una Copa que acentúa las desigualdades sociales en un país repleto de extremos. Pero tal vez esto sea lo mejor. Si Brasil hubiese ganado el Mundial, era un autoengaño. Como la Selección que pretende caminar con zapatos europeos y se notan torpes con ellos. Como la economía emergente que disimula con maquillaje sus ojeras e imperfecciones. 

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