Por Carlos Andrés Gallegos Valdez
Brasil recrudeció sus traumas con una borrachera de siete
goles. El pueblo brasileño, resentido por el Maracanazo de 1950, encuentra
nuevos chivos expiatorios en una Selección amnésica de historia y destrozadora
de reputaciones. Luiz Felipe Scolari pretendió jugar el Mundial como un
bravucón de colegio, con empujones y puños apretados, pero el bombardeo alemán humilló
su fama de malo. La memoria, arqueóloga del tiempo, alojará el 7-1 como
patrimonio mundial, reliquia frente a la cual seguiremos frotándonos los ojos
de estupefacción y asombro. Mientras, Brasil tendrá que recurrir a los pañuelos
y a los historiadores. Los primeros deberán mitigar las lágrimas de una afición
ultrajada. Los segundos deberán recordarle a Brasil su pasado para evitar los
bochornos del presente.
Tierra de inventores hechiceros, de artistas de la favela,
de poetas que escriben sus primeros versos en las playas firmando con plumas de
trapo, Brasil perdió esa aura y ahora tiene jugadores sin inspiración, más aptos
para guardar silencio en las conversaciones que para detonarlas. Luiz Gustavos
, Freds y Jos, esos talacheros que se venden como grandes ingenieros, deprimen
el recuerdo de los Sócrates, Rivaldos y Ronaldos. En el partido, a Brasil le dolió
tener el balón en los pies, como si la pelota tuviese espinas. Durante toda la
Copa del Mundo, el automóvil brasileño se condujo como un Nascar, ganando
carreras mediante choques, bufidos motorizados y volantazos. Envalentonado por
sus victorias aparatosas, el corredor Scolari siguió confiando en su manejo
hiperactivo, pero un Monster Truck alemán lo aplastó. La escuela de manejo
brasileña, históricamente acostumbrada a triunfos de ingeniería tipo Fórmula 1,
lanzará los restos del carro “canarinho” versión 2014 a la chatarra. A Scolari sólo le quedará la factura del
traumatólogo.
La motivación local, agitada por la bandera y el apoyo del
público, duró diez minutos. Thomas Müller encontró el primer gol luego de un
tiro de esquina, una estufa encendida que los brasileños se olvidaron de
atender. La comida se le quemó a la defensa y su mejor chef, Thiago Silva, no
estaba en la cocina para ordenar las tareas de un desquiciado séquito de
ayudantes. Alemania, un ejército que combina la disciplina prusiana y la rapidez
de las unidades nazis, siguió fatigando la menguada moral del anfitrión y en
base a pases rápidos y contrataques, aplicaron el ataque relámpago que invadió el
Mineirao en seis minutos. Cuatro goles como cuatro cañones de panzer.
Miroslav Klose marcó el segundo gol para superar a Ronaldo
como máximo goleador de la historia de los Mundiales (16 tantos lleva el
alemán) y agregar más historia a un partido nacido póstumo. Toni Kroos concluyó
una sinfonía de cinco toques en el área brasileña para el tercero y materializó
un robo de balón a Fernandinho para el
cuarto. La manita llegó con Sami Khedira, tras otro zumbido de pases que dejo a
Brasil sordo. La “canarinha” se agazapó en un rincón para esconderse de los
golpes, ya era necesario un juez de boxeo para detener la pelea. La primera
mitad terminó con un Brasil insolvente en subasta contra una Alemania hinchada
de salchichones y cerveza. El segundo tiempo solo sirvió para alargar los pocos
signos vitales del moribundo Brasil, aferrado al respirador artificial y a un
milagro que evitase la eutanasia. Los alemanes no bajaron la intensidad y
abrumaron los nervios de una defensa que solo podía morderse las uñas. Andre
Schürrle entró a la fiesta para comer una buena tajada del pastel con el sexto
y séptimo gol del encuentro. Óscar marcó el tanto de la honra cuando el estadio
Mineirao tenía más butacas que gente. Todavía Özil se comió el octavo en un contrataque,
pero perdonó como si hubiese visto banderas blancas en el arco de Julio César.
Los alemanes, con años de andar en el mismo sendero, armaron
su caminata de garantías y salvoconductos que los presentan como aptos para ser
campeones del mundo. Una generación de futbolistas eclipsada por España durante
seis años, ahora tienen la oportunidad de ganar su cuarta copa del Mundo tras tocar
la puerta de la novia con música y cohetes. Özil, Lahm, Kroos, Müller, y otros
apellidos ilustres, intentarán consagrarse en el archivo histórico del futbol alemán,
junto a los Beckenbauer, Maier, Walter o Matthaus. Pero siempre se recordarán a
estos emuladores de Goethe y Schiller como los románticos que enamoraron la
memoria del futbol y ayudaron a escribir una obra maestra inédita (y seductora)
de los Mundiales. Por otra parte, el suplicio brasileño tardará tiempo en
sanar. La afición debería olvidar rápidamente el dolor y evitar ser devorados
por el resentimiento, ese que condenó a Moacyr Barbosa, el arquero del
Maracanazo, al ostracismo social. Un resentimiento que combinado con el miedo,
dejó en el inconsciente un caldo de cultivo para una nueva tragedia en un país
que decidió obsesionarse en el recuerdo de 1950 y ahora acumulan una doble
fobia. La rabia de la derrota se añade a la organización dispendiosa y corrupta
de una Copa que acentúa las desigualdades sociales en un país repleto de extremos.
Pero tal vez esto sea lo mejor. Si Brasil hubiese ganado el Mundial, era un
autoengaño. Como la Selección que pretende caminar con zapatos europeos y se
notan torpes con ellos. Como la economía emergente que disimula con maquillaje
sus ojeras e imperfecciones.
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